L'Encyclopédie sur la mort


El suicidio en la Europa actual unificada. Una approximacion



Introduction

Le suicide dans l’Europe actuelle unifiée. Une approche.

La crise économique a laissé derrière elle une multitude de victimes : des gens subitement ruinés par la perte de leur emploi, de leur foyer et de leur avenir. Dans cet article nous explorons cette réalité et ses protagonistes.

En même temps nous proposons une section sous le titre "Adolescence de cristal" où nous analysons les cas les plus récents de suicides de jeunes : impuissants devant le pouvoir d'Internet et des réseaux sociaux, cette virtualité si réelle où on les exclut, les repousse, les insulte. Ces victimes adolescentes laissent à découvert combien il est difficile d'être différent dans une société de pensée unique et globale.

Víctimas de la crisis?

La crisis económica –o su excusa, o su retórica- ha conducido a muchas personas a las puertas de la desesperación. Cuando se pasa esa puerta, la vida ya se ha vaciado de sentido y se apela a la muerte como solución radical.

Así las cosas, Europa registra días, semanas y meses poco felices. Primero fue Francia, y sus muertos de la Télécom –aquellos trabajadores que después de años de fidelidad a la empresa se ven degradados, expulsados o ninguneados, porque resulta más rentable invertir en explotación humana que en capital humano-. Un total de 23 suicidios. Ya nadie habla de ellos. Es la maldición del suicida: su mensaje sobrecoge, por su fuerza y su inmediatez, pero a veces se pierde en las brumas del tiempo. Ahora los casos se han reducido a números, a un apunte estadístico. Y eso que el teléfono para la prevención del suicidio recibe del orden de 50 llamadas diarias. Cincuenta voces quebradas por la desesperación. La crisis es solo una de las caras de eso que denominan, equivocadamente, epidemia suicida. Porque el suicidio no se contagia, como no se contagia la soledad o la desesperación. Al mismo tiempo no cabe duda de que nuestra sociedad actual es una máquina imparable de multiplicar soledades, de moldear la desesperación, de fabricar abandonos. Y no todos están preparados para que esa máquina urda su destino.

Después vinieron los griegos y su grito. Aunque gritan todos los días porque la máquina ha creado realidades de volúmenes y pesos monstruosos, nadie escucha esos gritos. El pionero fue Dimitris Christoulas, que se quemó en la famosa plaza del Sintagma, de Atenas. Llevaba una nota en el bolsillo. Pero no nos engañemos: el bolsillo del suicida no desvela razones, sino muescas con más o menos sentido, cicatrices antiguas. Acorralado por las circunstancias, Dimitris pensó que lo mejor era embarcarse hacia la nada de la muerte, en la certeza de que ahí acababan sus padecimientos. Luego vino el caso de aquel hombre soltero y su madre mayor y enferma, que se arrojaron juntos desde una azotea. Tuvieron menos repercusión mediática, porque en el suicidio, como en tantas cosas, si eres el primero tienes posibilidades de llenar portadas y si eres el segundo no te toca ni el premio de consolación. Él se llamaba Antonis Perris; a su madre le arrancaron el nombre. Como dos no hacen epidemia, luego sobreviene un silencio que es más sobrecogedor que la muerte elegida voluntariamente.

Los italianos tampoco no ocultan su preocupación. Un fenómeno que se repite es el de las manifestaciones de las llamadas “viudas de la crisis”, es decir, aquellas mujeres cuyos maridos, empresarios, se suicidaron cuando pasaron de tocar el cielo con las manos al más absoluto infierno de la ruina. En la isla de Cerdeña un hombre que se vio obligado a despedir a sus propios hijos de la empresa familiar, no soportó tener que hacerlo y se pegó un tiro en el campo. Además, no ha dejado de conmovernos la historia del matrimonio De Salvo, a punto de ser separados, cada uno en un geriátrico distinto, ante la imposibilidad de seguir pagando su casa, y que deciden morir juntos. Lo hicieron en un hotel de su propia ciudad. Ella, con barbitúricos. Él, a quien los barbitúricos no produjeron efecto, arrojándose al mar. Antes de optar por la muerte conjunta –shinju, en japonés- habían escrito un sinnúmero de cartas a varios periódicos y a otros tantos políticos para explicarles su situación. Nadie respondió. Otro síntoma: la máquina social que produce soledades, es sorda al dolor que sus artefactos generan. Los De Salvo se sintieron solos…Y de verdad estaban solos.

Por otro lado, la práctica de quemarse a lo bonzo –recurrente en escenarios como Tíbet, Vietnam o los países árabes de las primaveras revolucionarias- se está extendiendo en Europa. Repasemos antes un poco el contexto asiático, donde es particularmente llamativo el caso de Tíbet, en que varios monjes se han dado muerte entre 2011 y 2012. Sin quererlo, evocan a aquellos otros monjes, los Sokushinbutsu japoneses (literalmente, Sokushinbutsu significa "consecución de la budeidad en vida"). Eran budistas Shugendô que en el norte de Japón, y sobre todo en Yamagata, ocasionaron sus propias muertes a lo largo del siglo XV de modo que sus cadáveres se conservaran momificados y por lo tanto en estado de “iluminación” convirtiéndose ellos mismos en Budas. En el Tíbet actual, sin embargo, hay poca luz y mucha impotencia. Quemarse es el gesto más absoluto de protesta y de proyección social.

Pero en Europa, repito, esa práctica estaba poco extendida, aunque todos tengamos en mente ese enero de 1969 y aquel universitario llamado Jan Palach que se prendió fuego cuando la invasión soviética de Checoslovaquia. Dimitris Christoulas, el griego, se quemó en la plaza Sintagma. Algunos de los suicidas de Telecom también optaron por las llamas. Y lo mismo el último suicida censado en España. Tal vez esa muerte a fuego añada un elemento atractivo para el gran público, pues concentra una dosis de dolor, heroísmo y sacrificio que otros tipos de muerte no connotan. El fuego es expiatorio, vistoso, magnánimo. Como un acto de purificación, para quien lo vive y para quien lo contempla.

España es un país, tradicionalmente, con pocos suicidios. Ni siquiera la crisis económica parece haber hecho aumentar los casos –es más, según estadísticas oficiales, han disminuido-. Sin embargo, desde que el suicidio afecta a gran parte de los llamados desahuciados –gente que se ha quedado sin recursos para poder seguir pagando la hipoteca de su casa y que se queda sin casa y sin dinero- la indignación social, manifiesta y persistente en las calles, por primera vez le ha ganado el pulso al tabú. Y hay otro aspecto aún más preocupante: el suicidio como sacrificio real, es decir, no para evitar el propio sufrimiento sino el de los demás. Mientras escribo estas líneas un matrimonio de Granada decidió un suicidio de a dos para evitar convertirse en una carga para su familia. El precio de la vida para asegurar la vida ajena.

Adolescencias de cristal

Entretanto en el mundo adolescente también se producen historias inquietantes. En esas muertes de jóvenes, muchos de los cuales no han llegado a la mayoría de edad, hay una evidencia de vulnerabilidad –y por lo tanto una acusación implícita a un sistema que no ha sido capaz de generar herramientas para hacerse fuerte frente a los reveses de la existencia-. Por otro lado, los linchamientos escolares, que no son una novedad, ahora se ven multiplicados en millones de pantallas de millones de usuarios que acceden al escarnio o participan de él, que hacen fácil la amenaza, el insulto y el anonimato. A la violencia verbal, emocional o física se añade el efecto multiplicador de saberse en millones de pantallas, expuestos en su desnudez –pues esos muchachos no han tenido tiempo para su rearme espiritual-, solos en ese universo donde un click basta para producir un apagón mental parecido al desarraigo.

En septiembre de 2004, en España, un chico de catorce años se quitaba la vida por el sufrimiento que le ocasionaban las constantes humillaciones y palizas que recibía de algunos compañeros en su escuela. El animal acorralado que todos llevamos dentro activa el instinto de supervivencia, y al principio le basta con no exponerse al peligro. Es decir, renunciar a ir a la escuela, que en ese caso es una solución de corto alcance. La norma social, y su ceguera, nos obliga a posponer los mandatos del instinto de supervivencia y a civilizar los residuos del miedo. Así que las elecciones eran escasas: o volver al sufrimiento o terminar con todo. Jokin –así se llamaba el chico- eligió esta segunda opción.

En la primavera de 2010 una chica de 21 años, inglesa, deja una nota a sus padres: “No quiero seguir siendo yo misma”, decía en ella. Un mensaje brutal, por el que se abomina no solo de lo que se es sino de lo que no se pudo llegar a haber sido. Vicky, una estudiante brillante, empezó a intuir que el futuro se resistía a dejarla pasar por su cedazo, y acabó con su vida. Había mandado 200 currículums a diversas empresas sin obtener ni una respuesta. Se me puede objetar que hay casos similares. Gente que no recibe doscientos silencios sucesivos, sino mil, y que aguanta la embestida de los fracasos y la incertidumbre. Pero eso no quita un ápice de importancia al valor que cada uno otorga a su propio sufrimiento. A fin de cuentas, ese dolor personal e intransferible, inconmensurable porque escapa a todos los intentos de medición, lo decreta cada uno, y es cada uno quien decide si tales padecimientos rebasan un umbral que los convierte en insoportables. Esta reflexión vale para todo caso de suicidio y para todos aquellos proclamadores de que la vida hay que sufrirla y aguantarla, y que no hacerlo es un gesto de cobardía. Porque esos opositores al suicidio como falta de coraje parten de la base de que morir es más fácil que seguir vivo. Y no es así: morir es extremadamente difícil. La prueba más tangible y palmaria, sin entrar en más detalles, es que la mayoría de gente teme la muerte y procura esquivarla.

Este otoño nos ha dejado tres muertes adolescentes, aunque solo la primera, como suele ocurrir con todas aquellas historias que se transforman en grandes titulares mediáticos o, dicho en el nuevo lenguaje, en trending topic, tuvo repercusión global. Las tres historias tienen en común, como la de Jokin, el acoso. En la actualidad no hay historias de amores imposibles en adolescencias donde todo parece posible. Sólo el acoso, es decir, una violencia humillante, que se vive desde el silencio, donde quizá la violencia no sea tan grave (retomamos la reflexión con que abrimos este apartado) como la quiebra de la imagen frente a ese gigantesco espejo del mundo. En esta sociedad autocomplaciente y que se gusta a sí misma, nada hay que aterre tanto como el rechazo, como ser desplazado a la periferia –la del silencio, la de la incomprensión y, ante todo, la de la no pertenencia-.

La primera historia adolescente de este otoño es la de Amanda, una muchacha canadiense, acosada en la ciberrealidad y en la realidad misma. La novedad de su caso es que utiliza internet –ese canal que resulta ser su sentencia- para difundir lo que llevaba a sus espaldas. Quizá por no encontrar las palabras adecuadas, por conciencia de que algo no lo había hecho bien, por culpabilidad imprecisa o simplemente por ser tan joven…Amanda se quita la vida, porque no sabe cómo abordar y compartir lo que le ocurre. Parecía haber superado los traumas. Y justo entonces, cuando está bien, cuando la felicidad parecía un proyecto viable…se suicida. Algo que no debería sorprendernos. Hay muchos suicidios que presentan estos repuntes positivos. Luego la caída es desde más alto. Cuando la ficción de la felicidad produce alguna fisura, uno cae. Y lo hace sin red de protección, a cuerpo descubierto. Habría que tratar de explicar este aspecto sin psiquiatrizarlo, simplemente restituyéndole su lado más humano. Eso significa que no solo hemos de buscar culpables sociales, fuera del propio individuo suicida, sino tratar de entender por qué los adolescentes son ahora, aparentemente, más sensibles o vulnerables a circunstancias que no son nuevas –acosos, burlas, insultos-. Es posible que la sociedad les exija ser adultos demasiado pronto, sin darles las indispensables herramientas para ello, como ya hemos apuntado. Pero también el peso de la imagen, lo que dicen los demás, a través de un medio abierto y fuera de control como es internet. En los espacios virtuales el engaño, la difamación y el linchamiento son tan fáciles que abonan un campo ya de por sí minado.

Recientemente se han suicidado dos jóvenes más. Uno, en Holanda. Se llamaba Tim, tenía 20 años y era homosexual. Dejó una nota abrumadora, en la que no solo hay dolor, sino culpables a los que él no puede, ni debe, poner nombre: "Toda la vida me han ridiculizado, traicionado, acosado y rechazado". En una nota menor agradece a sus padres todo el apoyo que le han brindado siempre –es decir, los desmarca de las razones de su muerte-. Donde le acosaban de verdad era en la escuela. En realidad su historia va más allá del acoso: alcanza la usurpación de identidad. Alguien se hizo pasar por él dejando mensajes humillantes en la red de redes. Aunque Tim habló abiertamente con sus padres, de esa situación y de calvarios parecidos por los que había ido pasando a lo largo de su vida, y sus padres se mostraron totalmente comprensivos y receptivos, nada pudo paliar su sentimiento de fracaso y de amargura.

No muy distinto parece ser la vida y el final de Andrea, romano, también llamado el “chico de los pantalones rosa”. Su estética homosexual, aunque sin serlo –es decir, se limitaba a ser audaz y distinto en un mundo que quiere personas clonadas y previsibles; fue su condena-. Los compañeros de escuela se burlaban de él dejándole mensajes implacables en Facebook. Andrea solía reaccionar con humor. Parecía estar por encima de esas actitudes destructivas. Y seguramente estaba por encima, aunque falló ese mecanismo que nos brinda oxígeno y esperanza cuando más nos hace falta. Sus compañeros, los acosadores, callaban cuando los periodistas los interrogaban para saber más de la muerte de Andrea. Nadie quiere sentirse implicado en esa cadena fatal que entraña como resultado la muerte de una persona. Desaparecen los eslabones. Todos echan un vistazo a su conciencia y deciden que su contribución ha sido mínima ante un desenlace tan imprevisto, catastrófico e irreversible. Entorno a la víctima suicida de acoso se hace una cámara de silencio que aumenta con el paso del tiempo.

Luego, estos testigos de las miserias humanas, después de haber acusado sin dedo índice, sólo con fuego, con un gesto apenas apuntado o con palabras, se convierten en cenizas y se volatilizan. Así lo exige la máquina social que nos transforma a todos en jueces de todos. Y así parecemos aceptarlo: es cuestión de sobrevivir.

Date de création:2012-12-03 | Date de modification:2012-12-03

Notes

Auteur: Natalia Fernandez Diaz, Université Libre de Barcelona. collaboratrice attitrée de l'Encyclopédie sur la mort

© Natalia Fernandez Diaz

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